jueves, 8 de abril de 2010

El pasado y otras infamias

No se que la impulsó a decirle adiós,creo que desde entonces no ha sido la misma.
Los dedos de una mano contaban sus años juntos, era un amor de adolescencia que, como las series con audiencia, se había prolongado innumerables capítulos sin una base demasiado sólida.
Habían afrontado la etapa más cambiante de su vida juntos, se conocían demasiado, se confiaban demasiado y donde otros veían un momento idílico, ella vió el momento de huir.
Aquel día, más bien noche, llovía. Mientras él pedía una explicación, una oportunidad y un tratamiento efectivo para la pulmonía que se le estaba adueñando del cuerpo, ella miraba al cielo, purificándose, trasladándose a alguna ceremonia tribal donde los ancestros te limpiaban las heridas del alma con agua de lluvia.
Hoy al mirarla, desconfío más que nunca del poder de los ancestros pero puedo creer en el destino.
En aquel momento su trabajo se convirtió en su mayor refugio. Le faltaban cuatro otoños para llegar a la mayoría de edad, impedimento para escaparse tan lejos como quisiera.
Dormía por la mañana, trabajaba por la tarde y vivía por la noche.
Había substituído los colacaos y la buena compañía, por el licor 43 con manzana y las varias compañías.
Descubrió tantas bazas para hacerse más fuerte como días había agotado viéndose débil.
Reanudó su eterna interrelación con los hombres, esos grandes desconocidos.Sin embargo, no se reconocía en sus palabras, había perdido la confianza, la seguridad de la presa que aun no ha sido cazada.
Hablaba con cautela, resguardándose de caer en la misma trampa con distinto nombre.
Pero como le susurraba Amaia Montero desde los cuarenta latino mientras limpiaba botellas y reciclaba numeros de teléfono: Caer está permitido, levantarse es una obligación.
Y cayó.

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